Ver
a Concha Velasco en un escenario se
convierte siempre en toda una experiencia. Si además le sumamos que Olivia
y Eugenio es la obra con la que regresaba a las tablas –después de un
tiempo delicado-, dirigida por José
Carlos Plaza y compartiendo escena con Rodrigo
Raimondi y Hugo Aritmendiz -dos actores con síndrome de Down que se van
turnando en las diferentes plazas que visitan-, la emoción está más que asegurada.
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Fotografía de Javier Naval. |
Me
resulta muy difícil hablar de esta función porque corro el riesgo de desvelar
cosas fundamentales para entender qué está ocurriendo. De esta obra escrita por
Herbert Morote podemos decir que parte de una situación muy dramática: Olivia padece cáncer. Se ve incapaz de
continuar y piensa muy seriamente acerca de la idea de irse de este mundo antes
de que la enfermedad acabe con ella.
La
protagonista tiene una galería de arte y económicamente está bien posicionada
pero, a raíz de su enfermedad, se plantea una serie de cuestiones. Olivia, sintiendo tan cercana su muerte, hace
un repaso a lo largo y ancho de toda su vida desvelándonos hasta el más doloroso
de sus pensamientos. Su hijo tiene síndrome de Down y para ella supuso un
duro golpe cuando nació pero a medida que habla afirma, reitera y demuestra que
Eugenio se ha convertido en lo más valioso
de su vida.
No
duda en exponer la triste vida que llevó al lado de su marido en los últimos
años de la vida de éste, llegando a increparle sus coqueteos con el juego y el
alcohol mirando su retrato. Hace balance
de lo que le queda en su vejez y de todo lo que ha dejado atrás. Le aterroriza
la muerte pero también vivir y seguir envejeciendo, carga contra los médicos,
sus amigos y la sociedad. La pregunta “¿quién es normal en esta vida?” no deja
de asomar a través de la voz de Olivia constantemente. No es Eugenio el que tiene un problema, es la humanidad: tan
corrupta y tan carente de valores.
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Fotografía de Javier Naval |
Toda
la acción se desarrolla en el salón-comedor de la casa de la familia, con una
puesta en escena realista. Rodeando esta estancia vemos cinco puertas –la principal
de la casa y las que van a las diferentes estancias- pero sólo están los marcos
y no hay paredes. Quizás –y aquí me atrevo a hacer mi apreciación- funcionen como
símbolo, pues estas puertas abiertas pueden ser la salida a la difícil decisión
a la que se enfrenta Olivia esa noche. Unas puertas hacia la esperanza.
Concha Velasco
está tan magnífica en su papel de Olivia… rebosa amor, tragedia, felicidad y
ternura junto a Rodrigo Raimondi –actor
que encarna a Eugenio-. Concha es toda elegancia siempre, ya lo sabemos. Pero
en esta obra está especialmente espléndida y la vemos disfrutar desde el
momento uno de la función recorriendo todo el inmenso arco emocional de su
personaje.
En
este casi monólogo, Olivia encuentra el apoyo de su hijo Eugenio –llamado así,
explica, por Ionesco y O’Neill-, quien rebosa ternura y nos da la lección de
vida más grande que podamos imaginar, a los espectadores y a su madre. Eugenio
significa el bien nacido y cuánto
bien le hace a Olivia tener a este niño en su vida. Rodrigo Raimondi está
fabuloso en este papel, demostrando una profesionalidad única y muy a la altura
de la gran Concha Velasco.
El
final de la obra es muy precipitado pero muy sorprendente, dejándonos un gran
sabor de boca. Mucha sinceridad y mucho amor destila este texto. José Carlos
Plaza demuestra una vez más que es el maestro de maestros. Ha dirigido esta
pieza y a estos actores con gran sabiduría para dejarnos sobre el escenario un
montaje por el que debemos estarle agradecidos eternamente. Olivia y Eugenio son un suspiro en el alma.
Y yo, más que nunca, creo ahora en el poder sanador del teatro.
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Fotografía de Javier Naval |
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